Capítulo 1
~ Cuadrados, elefantes, nubes y cósmicas cos ~
Llegaba a mi casa cansado del largo viaje en coche que había recorrido, llevando las pesadas maletas del amplio maletero a la casa, cuando me percaté de que no se escuchaba ni un alma. Agudicé un poco mi oído intentando percibir el caer de alguna hoja otoñal en primavera o el sonido de algún pájaro colorido.
Villa Cuadras es un cuadriculado barrio en mitad de la nada, mas se trata de un barrio lujoso y de grandes casas. Se piensa que los señores adinerados que deseaban jubilarse alejados del universo de las ciudades fueron quienes, con el sudor de su frente, edificaron esta clase de poblados, situados muchos en grandes llanuras como Villa Cuadras.
Los chalets son grandes, hermosos y, por lo general, de claros colores. Unos jardines delanteros bien cuidados y un porche con alguna hamaca eran, por lo general, el panorama que uno observaba si se paseaba por las cuidadas y asfaltadas calles. Las casas tenían jardines traseros, aunque estos ya sí que estaban vallados.
No había desnivel alguno en cuanto al terreno se refiere. Esto era un buen aliciente para la teoría aquella de los señores adinerados que deseaban alejarse del mundo, pues a cierta edad los desniveles y escalones son fragmentos del infierno, resultando paradójico que muchos pueblos de la no nada estén construidos sobre faltas de montañas y empinadas colinas, montes y desniveles varios. Villa Cuadras no; las únicas escaleras eran las que habitaban dentro de las lujosas casas y los pequeños escalones de los adorables porches. Era un pueblo llano. Liso.
Villa Cuadras era también un pueblo cuadrado. Las calles, ordenadas y rectas, estaban numeras y constituían un total de ochocientas cincuenta y siete. Había un parque en el centro con una fuente redonda; se cree que en sus inicios se trataba de una rotonda, mas no existe registro alguno para corroborar esto.
“37” es el número de la calle donde se encuentra mi chalet. “37” son los años que mi padre tenía cuando heredó esto. “37” era el número de maridos que mi abuelo tenía. Digamos que el número “37” es importante en mi vida. “37”.
Las farolas, hermosas y altas, se retorcían cuando el frío acechaba en invierno y saltaban de alegría cuando el calor del verano entraba en nuestras tierras; mi actitud solía ser la opuesta. Y es que yo era un amante de este pueblo, a pesar de no ser el mismo que se describía en las viejas historias que uno de mis treinta y ocho me contaba. Según él, antes había mujeres-robot que te llevaban las bolsas de la compra y hombres-robot que te hacían las tareas del hogar. Incluso había niños-robot que jugaban con los niños-no-robot. Antes no había coches que atropellaran a las personas de manera sangrienta sino que incluían un sistema de frenado automático. Antes no existían abejas con sida que podían transmitirte dicha enfermedad venérea con una simple picadura. Sin embargo, yo estaba acostumbrado a escuchar gritos de personas infectadas con sida y lloros de madres al contemplar los descuartizados cuerpos de sus repugnantes niños. No me gustaba, mas estaba tan acostumbrado que me parecía algo cotidiano y normal. Del mismo modo en que el morir podría ser una salvajada para un inmortal, yo me acostumbré a aquella vida como los mortales se acostumbran a morir, sabiendo que aunque es algo trágico, la vida es así, y hay que disfrutarla al máximo antes de que la desgracia nos toque a nosotros con su motosierra y nos descuartice.
Observo a mí alrededor el panorama que me rodea. No se escucha nada.
Nada.
Rebusco entre mis bolsillos en busca de la llave, mas parece huir de mí con gran maestría. Encuentro un agujero en el bolsillo de mi pantalón derecho y sacudo mi pierna derecha. ¡Perfecto! Siento cómo una tarjeta magnética se desliza por mi pierna en dirección al suelo como perro fiel ante su ama la gravedad. Cae sobre las tablas de madera que componen el porche de la entrada, la recojo y abro la puerta.
Entro en casa y todo está silencioso… Y mis muebles han desaparecido. Miro en la cocina, y nada. En el comedor, y nada. En el cuarto de baño, y nada. En la sala del sexo, y nada. Y así en cada una de las muchas y tantas habitaciones que había en mi hogar. El resonar de mis pasos se repetía y vibraba por las depuradas habitaciones libres.
- ¡Malditos ladrones! – exclamo en voz alta. Luego me pregunto si no será obra del gobierno. ¡El gobierno! ¿Qué gobierno?
Salgo al exterior en busca del resto de maletas, resignado, y miro hacia el azul celeste cielo. No hay nubes. ¡No me lo puedo creer! ¡Siempre deben de haber nubes en el cielo, maldita sea!
- ¡Malditos ladrones de nubes! – exclamo. Los ladrones de nubes hacen contrabando de nubes, robándonoslas y dejando nuestras sensibles pieles blancas y pálidas a la exposición de la radiación de la atmósfera - ¡Malditos ladrones de nubes! – exclamo de nuevo.
Nadie sabe quién es nuestro gobierno. Hay quien piensa que vivimos en una anarquía. Quién sabe. No nos llegan muchas noticias a los habitantes de este pueblo alejado de la mano de Dios.
Enciendo mi teléfono móvil para consultar las noticias atrasadas, pues tardan en llegar como ya dije, y me asusto al comprobar que han envenenado a Dios, y que ahora se encuentra terriblemente enfermo en un hospital de alguna luna extraña.
- ¡Qué mundo más loco! – exclamo. Cojo una maleta, la llevo a casa y salgo, cojo otra maleta, la vuelvo a llevar a casa… Ningún ruido que no sea el provocado por mis movimientos. Asustado, vuelvo a salir al exterior en busca de ruidos que percibir, que sentir.
Nada.
¿Algo?
…
No.
Nada.
Asustado, meto todas las maletas en casa, cierro el coche, atravieso el jardín y llego hasta el jardín de los vecinos de la izquierda. Llamo al timbre y nada. Espero en su porche pacientemente. Vuelvo a llamar. “Tal vez se estén duchando”, pienso, y nada. Entro en su casa a la fuerza y tampoco tienen muebles. No puede ser. Busco en su cocina, y nada. Busco en su comedor, y ni rastro de los muebles tan hermosos de cristal que solían exhibir con orgullo. Miro en su salón, y nada. Curioseo en su sala del sexo, y ni rastro de los látigos, las cadenas o las gafas de realidad virtual. No había nada. Nada. Intento ver si han dejado alguna nota explicativa, algo con lo que poder comprender lo que ha sucedido. ¡Algún holograma de emergencia deben haber dejado sabiendo cómo son ellos! Pero tampoco encuentro disco de holograma alguno. ¡Maldita sea! Ellos, amantes de Lovecraft, deseaban grabar un holograma cuando su vida corriera peligro y dejarlo a la vista de algún curioso. Pensé que ellos habrían creado alguno, mas me equivocaba. O puede que lo hubieran hecho y lo hubiera encontrado quien no debía…
Vuelvo a salir a la calle.
- ¿Qué os ha podido suceder, criaturas? – pregunto, ingenuo, deseando que no hubiera sido culpa del gobierno. ¡El gobierno! ¿Qué gobierno?
Empiezo a entrar casa por casa en busca de señal alguna, mas la suerte parece no sonreírme. Nadie tiene muebles. Nadie tiene hologramas. No hay nadie. Han robado el pueblo. Y las nubes.
Asustado, vuelvo a entrar al interior de mi casa en busca de alguna señal que se me hubiera escapado, en busca de alguna clase de información, de dato, por minúsculo que fuera. Tengo miedo. No puede ser que esto suceda. No puede ser. Aquí, no.
- ¡No! – exclamo. Subo las escaleras y llego hasta mi habitación en busca de algún holograma dejado por alguien por si acaso, o alguna clase de objeto, de pista, o lo que sea. La posibilidad parece remota e improbable, mas estoy desesperado y no sé muy bien lo que pienso ni lo que creo. ¡Ayuda!
Entonces veo a una mariposa. Una mariposa morada. Preciosa. Una mariposa aleteando en el aire con tanta elegancia que parecía presidir un banquete nupcial de mariposas cósmicas en mitad de noches tan brillantes como nebulosas radioactivas. Era una mariposa procedente del espacio. Mariposas que cruzan el cielo nocturno y más allá, acariciando sueños y construyendo dragones. Mariposas que saben brillar y devorar. Mariposas milenarias procedentes de planetas tan desconocidos como misteriosos e incluso exóticos. Mariposas que atraviesan galaxias cual balas plateadas, dejando estelas oscuras pero brillantes cual suspiro de purpurina de la argéntea luna. Me dan miedo. Las mariposas moradas te pican y te absorben el alma. Así murieron mis padres.
Una noche no podía conciliar el sueño, así que decidí salir al balcón para tomar un poco el aire. Tendría unos seis o siete años. Observé que mis padres estaban haciendo el amor en su balcón. Les saludé. Me saludaron. Sonreí al ver cómo una nube de mariposas moradas se acercaba a ellos, pues ingenuo era de su inmenso poder. La morada y hermosa nube les rodeó, mas ellos no se percataron pues estaban muy ensimismados en su relación carnal y la nube descendió realmente rápido. Pensé que los gritos que sucedieron durante cinco segundos se debían a que estaban llegando al orgasmo, mas pronto me percaté de que estaba equivocado; la nube de mariposas se elevó en el aire, y pude ver cómo unos esqueletos se embestían de manera salvaje. Las embestidas de los esqueletos cesaron, y las mariposas ya se habían perdido en el nublado cielo oscuro estrellado. Se besaron, me miraron y me sonrieron. Mi madre derramó una lágrima que no se materializó, pues era solo un esqueleto. Eran dos esqueletos. Entonces el cráneo de mi padre cayó al suelo, y también el de mi madre, y los huesos de ambos se empezaron a caer al suelo. Dicen que en los lugares alejados de la mano de Dios, si mueres en mitad de una relación sexual, tus restos pueden seguir hasta llegar el orgasmo y darse unos besos y abrazos más y, con suerte, poder despedirte de alguien. Creo que mis padres tuvieron media-suerte, pues se despidieron de mí, mas de manera muy apresurada. Puede que tuvieran entera-suerte, y no media, mas dicho balance subjetivo lo realicé basándome en lo que me imaginaba de las viejas leyendas donde los muertos se despedían de sus seres queridos. Todo esto en lugares alejados de la mano de Dios, por supuesto. Dios que ahora está hospitalizado, pues acaba de ser envenenado. O puede que fuera envenenado hace unos años, pues las noticias aquí llegan con retraso.
Me quedo mirando a la hermosa y terrorífica mariposa morada, confirmando la hermosura de la muerte inminente.
- Hola – me saluda la mariposa – te voy a absorber el alma – me advierte, cariñosa. Parecía simpática. Me gustó.
- ¿Sabes qué ha pasado aquí? – le pregunto. Me siento en el suelo, a su lado. Si voy a morir, prefiero morir sabiendo qué ha sucedido a mí alrededor. Vivir en Villa Cuadras te ayuda a afrontar la posibilidad de morir con mucha frecuencia, de forma que ya estaos más que acostumbrados a que alguien tenga sida o a que los hijos de algún vecino estén descuartizados por el vecindario por culpa de algún atropello. No digo que no sea trágico ni cause conmoción, pero lo aceptamos, así como aceptamos nuestra muerte con serenidad. He vivido feliz. He amado a muchas mujeres. He amado a muchos hombres. Me he acostado con otras muchas mujeres. Me he acostado con otros muchos hombres. He conocido a gente maravillosa. He leído libros increíbles. He debatido en lugares asombrosos con gente asombrosa, etheónica. He probado manjares increíbles. He escuchado historias envidiables. He vivido una vida plena. Me siento completo, satisfecho y realizado y si mi muerte me acecha en forma de mariposa morada alada, la aceptaré con orgullo. Quiero seguir viviendo, pero soy feliz. ¡Soy feliz!
- Ha sido él – me dice. El tiempo parece detenerse. Si no supiera que el pueblo está desaparecido hubiera creído que una nube de sonidos estridentes se acercaba a mi casa con inmensas ganas de estropear mi velada mortal. Un murmullo de abejas con sida parecía aproximarse, mas sabía que era parte de mi imaginación. Sentí cómo el alma pesaba sobre mis hombros, deseando entregársela a la mariposa morada y quedar así libre de este pesado cuerpo y libre a la vez de esta pesada alma. Atravesaría los cielos. Rompería los conceptos de mi cerebro, la razón. Sería un ánima con el estandarte de la libertad, y habitaría y daría energía a la amable criatura aterciopelada morada. La elegancia de mis movimientos, entonces, sería tal que los planetas se sentirían indignos de bailar un nebulósico vals conmigo. Me sentía asfixiado. Los colores habían desaparecido del mundo. Era feliz, pero la ansiedad que me provocaba la idea de que él hubiera sido el causante de la desaparición del pueblo lograba que deseara morirme antes de que mi flashback y felicidad poética terminaran.
- Entiendo – le respondo. Estas palabras fueron seguidas de una inclinación de cuello.
- Gracias – dijo la mariposa morada. Se acercó y me hincó el diente. Empezó a devorar mi cuello poco a poco. Sentía dolor, mas el dolor era placer. Placer. Me gustaba ser devorado. La existencia poco a poco dejaba de asfixiarme tanto, y los colores volvieron al mundo uno a uno. Primero observé el celeste azul del cielo celeste. Después comprobé que el amarillo primaveral de las copas de los árboles poseía pinceladas esculpidas con maestría, paciencia y amor. Ternura. Había un nuevo color. Un color completamente diferente a los anteriores conocidos. Me transmitía ternura. Paz. El color llegó hasta mis papilas gustativas. Lo saboreé. Parecía miel y olía a rosas. Lo degusté con placer. Entonces mi cabeza calló al suelo, y pude comprobar cómo la mariposa morada continuaba devorando el resto del cuerpo, pues mi cuello no le había sido suficiente. La mariposa morada empezó a volverse de múltiples colores, y también el aire, los olores y el dolor. El color del dolor era asombroso. Sabía a néctar espacial. Era delicioso. Pensé en hacerme un holograma, mas no quería que nada perturbara mi preciada calma. Estaba muriéndome, descubriendo colores que hasta entonces nunca había descubierto. Jamás. Jamás…
Jamás.
La mariposa salió volando por la ventana. El muchacho estaba muerto.
Él.
Nada.
El ladrón del pueblo.
¿Quién?
¿Cómo?
Jamás.
¡JAMÁS!
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